La muerte de la duquesa by Elizabeth Eyre

La muerte de la duquesa by Elizabeth Eyre

autor:Elizabeth Eyre [Eyre, Elizabeth]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Intriga, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1991-01-01T05:00:00+00:00


12

No hay tiempo que perder

A primera vista los viajeros no consiguieron impresionar a la portera del convento benedictino de Castelnuova, pero la enumeración de desdichas que le llegó a través de la celosía la impulsó a abrir rápidamente la poterna, y fue necesario que ayudase a la mujer corpulenta envuelta por capa y velos, que apenas podía pasar por la puerta. Su mozo, evidentemente medio bobo, sólo consiguió hacerla tambalearse en su intento por serle útil. La mujer estaba enferma y exhausta; era una peregrina atacada por los bandidos y abandonada por sus sirvientes, que la habían dejado sola con aquel pobre idiota que sólo entendía de caballos. El susodicho idiota permanecía con la boca colgante y sus ojos miraban sin ver. Lo enviaron a los establos, acompañado de una hermana seglar, para que no se perdiese por el camino y le permitiesen la entrada.

La viuda, que se había echado la capucha hacia atrás revelando su porte autoritario, necesitaba ser atendida con urgencia. Su pletórica figura no estaba hecha para las pruebas que había tenido que soportar. A punto de desmayarse, se desplomó en la silla de la portera tan pronto como la vio y se recostó en ella con los ojos mirando al techo, los labios entreabiertos y una mano apretada sobre el corazón. Era más bien un caso para la enfermería que para la casa de huéspedes del convento.

—La madre Luca, la enfermera, está acabando la nona en este momento, pero os verá sin duda antes de las vísperas. Esta hermana os acompañará a la enfermería y allí os cuidarán hasta que la madre Luca vuelva de la capilla. Le comunicaremos vuestra llegada en cuanto acabe la nona.

La viuda, muy agradecida, intentó esbozar una sonrisa y dio las gracias con un susurro ronco. La portera la vio cruzar el gran patio, apoyada en la hermana Rosa, en cuyos robustos brazos, fortalecidos por años de trabajo en la huerta y en la lavandería con las gruesas prendas de lana de las monjas, confiaba para que sostuvieran a su huésped. La portera volvió a sentarse en su silla con un tintineo de llaves, respirando el aroma de almizcle en que se movía la viuda y reprimiendo unos inoportunos pensamientos mundanos sobre el caballero veneciano, del que no extrañaba su fallecimiento, que había osado tomarla por esposa.

El tamaño de la enfermería honraba aquella famosa y bien dotada institución. Primero pasaron por delante de la capilla, de donde surgía el sonido de cánticos. La hermana Rosa comentó que la hermana Benedicta estaba muy enferma y que continuamente se decían plegarias por ella. La monja llevó a la tambaleante viuda hacia el otro extremo de la enfermería y sus largas hileras de camas. Los cánticos llegaban hasta allí con gran claridad a través de la ventana que se abría a la capilla.

—Los enfermos tienen el beneficio de la Bendita Presencia —dijo la hermana Rosa. También el olor del incienso entraba en la estancia.

—¡Qué consuelo! —susurró la viuda. Miró las altas paredes de piedra



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